Zoofilia
El sapo y la garza, sin conocerse, compartían sus aficiones por el tabaco, las responsabilidades y los jeans pregastados. Nunca se habían cruzado en ningún foro de internet donde otros fanáticos de sus objetos de adoración se reunían, pero un día, imprevistamente, la marea alta los reunió en una pequeña isla de vocación imperialista.
Con tan poco espacio en tierra y un sector fumadores tan reducido, sapo y garza no tuvieron más remedio que reconocer su mutua existencia.
En esa triste mirada de ojos de sapo fumador a ojos de garza fumadora explotó tanta angustia que sólo pudieron evadirla contándose algo. Lo más ensayado, sin riesgos de quedar en evidencia y volver a caer en esa profunda angustia eran sus currículums.
La garza había rescatado pingüinos empetrolados a cambio de tabaco y una bicicleta antigua, esas de la rueda grande adelante, ideal para relativizar sus largas piernas entre los rayos de aluminio.
El sapo, envidioso como todo sapo, por primera vez se sintió orgulloso de sus insignificantes patas plegadas y ocultas bajo su generoso vientre. Inflado de humo y jactancia, antes de seguir escuchando cómo la garza había limpiado uno por uno a esos pingüinitos con su lengua abrasiva decidió que ya había ofrecido demasiada atención y simuló recibir una llamada en su teléfono móvil.
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